El Mercurio | La belleza liberal – Marcelo Montero

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06 / 04 / 2018

La autonomía individual suele definirse como la capacidad que tienen las personas para diseñar un proyecto de vida conforme con su propia concepción de lo que es valioso o importante. Pocas cosas pueden ser tan seductoras como la creencia de que uno es el artífice de su propio destino. Observarse como el arquitecto de la senda por la cual se transita (hasta que se apague la luz de la existencia) es una poderosa fuente de sentido secular. Y más allá de que Freud nos haya hecho ver que nuestra autonomía es muy limitada (atendidas las fuerzas del inconsciente que nos dominan), lo cierto es que la mayor parte de las instituciones sociales, al interior de cuyas regulaciones desplegamos nuestra conducta, se desplomarían si no asumimos un mínimo de autonomía. En efecto, necesitamos de ese “mínimo” para hacernos responsables -ante nuestros ojos y ante la mirada inquisitiva de los demás- de las consecuencias de nuestras decisiones y comportamientos.

La autonomía subyace, además, como fundamento de todas las libertades políticas, y se muestra en todo su esplendor en la libertad de expresión.

El ser humano reclama para sí el derecho a manifestarse en el mundo, desde identidades que, a partir de la modernidad, se encaminan en múltiples direcciones. Las diversas ideas liberales tienen en común servir de límite -como si fueran un dique- a todo intento estatal o comunitario de interferir en la autonomía personal. El catálogo de derechos liberales intenta así generar un cerco para que el individuo, libre de toda injerencia externa, pueda pararse en sus dos pies -frágiles, dubitativos y temblorosos- e inventarse el relato de su trayectoria vital. Esos mismos derechos aspiran a garantizar las condiciones básicas para que las aspiraciones individuales, mediante el esfuerzo sostenido, puedan hacerse realidad. La belleza liberal, en consecuencia, radica en su valoración de la creatividad humana, en el reconocimiento del carácter único del individuo y en la atribución por esa vía de dignidad al mérito inherente a la perseverancia.

La belleza liberal en Chile está amenazada por, al menos, tres tendencias.

La primera de ellas son los nuevos intentos por volver a la primacía de lo colectivo. Se trata de una tendencia regresiva que desvaloriza a la persona, diluyéndola en una masa informe en que la identidad desaparece. No discuto el que las comunidades son importantes en ciertos contextos. Sin embargo, en la medida en que esas comunidades se cohesionan por la vía de suscribir acríticamente sistemas ideológicos o religiosos que aspiran a controlar todas las dimensiones de la vida individual, resultan opresivas. El fenómeno que esbozo podría compararse al del adulto que, atemorizado por la precariedad inherente al proceso del vivir, prefiere volver a comportamientos adolescentes en que la necesidad de pertenecer es el motor de lo que hace. Una conducta de esta clase no es digna de respeto. Refleja cobardía moral y pereza intelectual. Lo colectivo como refugio es reprochable. Por lo demás, es útil recordar que definir la identidad -lo que uno es- por la mirada de los demás es, a fin de cuentas, una forma de esclavitud psicológica.

La segunda tendencia que atenta contra la belleza liberal es la aceleración. La lógica de mercado, al que la imaginación política no ha encontrado un sustituto mejor, promueve la velocidad en los ciclos de producción y circulación de mercancías. De esta manera, la vorágine cotidiana en la que nos vemos envueltos no deja pausas ni para la observación de lo que sucede ni para la reflexión pausada. Así, la autonomía se ve debilitada, atrapada en la improvisación y en comportamientos reactivos.

Finalmente, la tercera tendencia es la cultura de los derechos sin un adecuado correlato en los deberes. Los seres humanos solemos esperar que otro nos resuelva los problemas que nos complican la existencia. En vez de eso, el liberalismo nos conmina a arremangarnos y trabajar con determinación en mejorar las cosas. Eso es lo que denominamos mérito. Algo que hemos ganado predominantemente por nosotros mismos.

En este contexto, urge buscar la manera de equilibrar los intereses individuales con las aspiraciones colectivas, los tiempos de ocio con los laborales y los reclamos con los aportes. Lo más bello o auténtico del ser humano es decidir ser -con audacia- lo que se está llamado a ser (que no es más que aquello que algunos denominan “vocación”). Con todo, puede ser que algunos prefieran seguir al rebaño, focalizarse en la acumulación de posesiones o continuar la tradición de la queja.

0604 - El Mercurio - La belleza liberal - Marcelo Montero

Carta del 8 de abril

Agradezco los comentarios de Jorge Peña y de Pablo Ortúzar a mi columna del viernes pasado. El primero nos advierte del “peligro del individualismo” y nos dice que “depender solo de la voluntad de Dios es nuestra verdadera autonomía”.

Pues bien, con prescindencia de las legítimas creencias religiosas de cada cual, lo cierto es que existe una abrumadora evidencia histórica que muestra que el nombre de Dios ha sido utilizado para controlar la conciencia humana individual por aquellos que se autoproclaman los intérpretes oficiales de su voluntad. Así, la exigencia de sumisión a un supuesto designio divino no es más que un mecanismo de manipulación social que incluye la prohibición de pensar por uno mismo, es decir, sin la tutela de otro. Esta exigencia es, a diferencia de lo que sostiene el decano Peña, la negación de la autonomía y lo que yo denominaría el “peligro de la religión mal entendida”.

A su turno, Pablo Ortúzar me reprocha, citando a Tocqueville, no calibrar las consecuencias a que podría llevar un individualismo exacerbado, en que la “belleza liberal” emergería como “el único bien a los que los seres humanos debemos aspirar”. En suma, me reclama una “falta de equilibrio” al sobrevalorar la autonomía individual por sobre otros bienes posibles con los que ella debería ser compatible. La observación de Pablo Ortúzar es equivocada, porque una lectura atenta del párrafo final de mi columna da cuenta de que allí destaco la urgencia de “buscar la manera de equilibrar los intereses individuales con las aspiraciones colectivas”, que es precisamente lo que el señor Ortúzar echa de menos. Ahora bien, lo que sí me interesa enfatizar con toda claridad es que en el mundo individual somos más libres y frágiles, y que en el mundo colectivo, en cambio, nuestra identidad se diluye a cambio de protección. Me parece más bello lo primero.

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