Columna de Cath Collins: Justicia transicional en Chile: 25 años de avances y deudas

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Cath Collins - Ciper

06 / 09 / 2023

Los múltiples aniversarios que confluyen en 2023 nos invitan a sacar balances y ponderar avances y vacíos. No sólo debe ocuparnos en estos días la conmemoración del medio siglo del Golpe de Estado, sino que también marcamos veinticinco años desde que los permanentes esfuerzos de familiares, sobrevivientes y defensores de derechos humanos de hacer justicia por los crímenes de la dictadura por fin empezaron a dar fruto ante los tribunales.

Aquel 1998 estuvo marcado por hitos muy significativos, partiendo con la acogida, en enero, de querellas criminales domésticas contra Augusto Pinochet Ugarte y sus secuaces. Meses más tarde se produjo la detención en Londres del exdictador, bajo el principio de la jurisdicción universal (una década después, las reverberaciones nacionales, regionales e internacionales del «caso Pinochet» dieron paso a la fundación del Observatorio de Justicia Transicional, un proyecto académico al alero de la Universidad Diego Portales, el cual tengo el honor de coordinar). Desde entonces han sido tantos los momentos de avance y retroceso, logro y decepción, que en una columna no cabe un recorrido exhaustivo de todo lo dicho y hecho, ni tampoco de las deudas que permanecen en materia de verdad, justicia, reparación, memoria y garantías de no repetición. De todos modos, sobre la experiencia del Chile contemporáneo con justicia transicional en y ante los tribunales, llaman la atención varios temas, de cuyos alcances intento a continuación un esbozo:

  • Uno es la proliferación de usos nuevos y creativos del Derecho para avanzar no solamente en justicia penal, sino también en verdad y reparación. Una vez superado el decreto-ley de amnistía y otros artilugios de impunidad dictatorial, sobrevivientes, familiares y abogado/as de derechos humanos han ido ampliando el debate ante tribunales. Se ha discutido cómo, por qué y para qué imponer sanciones penales a los perpetradores de los crímenes más graves que la humanidad contempla; la importancia de que esas sanciones se conozcan y se cumplan, y la necesidad de revelar la violencia dictatorial en toda su perversidad, incluyendo el uso de violencia sexual patriarcal. Fallo por fallo, alegato por alegato, año tras año, paulatinamente se han hecho valer los preceptos nacionales e internacionales que subrayan lo que debiera ser evidente: que ninguna sociedad humana puede prosperar si en el seno de ella hay quienes estiman que es normal, legítimo, aceptable o justificable torturar, asesinar, hacer desaparecer o desterrar a sus pares.
  • Como consecuencia de lo anterior, ya suman más de 530 las causas penales resueltas contra centenares de exagentes de la dictadura y a nombre de más de un tercio de las víctimas ausentes —entiéndase, personas asesinadas o hechas desaparecer, por el terrorismo de Estado—, si bien apenas uno por ciento de las y los expresos políticos sobrevivientes han visto justicia en sus causas.
  • Lo triste reside, sobre todo, en lo paulatino: mientras que la impunidad jurídica se ha ido desmantelando, la impunidad biológica se hace sentir con más fuerza, en la medida que van falleciendo los perpetradores directos. Cada vez es más frecuente que se llegue a un veredicto final sin perpetrador directo; ni a veces sobreviviente, familiar ni testigo vivo para presenciarlo. Ello no significa que la justicia se torne del todo redundante: estos crímenes claman respuesta no solamente a nombre de quien los sufrió, sino de la humanidad entera. Podemos, empero, convenir que «se está haciendo tarde», muy tarde.
  • Otras luchas que se han empezado a dar —y a ganar— ante los tribunales incluyen las de hacer valer el derecho a reparación por vía jurídica. En eso los tribunales chilenos han llegado a ser pioneros en la región, si no en el mundo. A pesar de la actitud refractaria del Consejo de Defensa del Estado, son al menos 124 las demandas civiles por crímenes de lesa humanidad resueltas ante el máximo tribunal, en su mayoría a favor de las víctimas. Con ello se reconoce que no se trata de pleitos privados contra un puñado de delincuentes que actuaron de motu proprio. Más bien, así como fue el Estado el que se dedicó a destruir vidas y aniquilar personas para «apaciguar» al país (léase: someter, disciplinar, y aterrorizar al pueblo), es ese mismo Estado el que hoy debe responder. Un punto álgido en esta materia se logró en 2018, cuando en el «caso Órdenes Guerra» el Estado de Chile hizo un reconocimiento contundente ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos de su responsabilidad por los hechos y su deber de repararlos civilmente. Desde entonces la Corte Suprema ha hecho lo suyo, llegando incluso a revertir sus propias decisiones de años anteriores en las que había negado la reparación. Para ello, el máximo tribunal ha tenido que recurrir a ciertos malabarismos —por ejemplo, la noción de «cosa juzgada ineficaz»— para enmendar resultados, sin explicitar sus propios pecados anteriores (entre otros, el del caso Paine, fallado en junio de 2022).

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Lo más cercano que nuestro sistema de justicia ha llegado a un mea culpa sobre su actuar en tiempos de dictadura fue la declaración que el Pleno de la Corte Suprema emitió en 2013 reconociendo la «dejación de funciones» en que incurrió. No es casual, ni deja de ser preocupante, que nada hace presagiar un gesto similar o más contundente en este nuevo aniversario significativo. Pero con todo, la Corte ha fallado causas este año a un ritmo nunca antes visto, además de mostrarse dispuesta a seguir colaborando activamente en la búsqueda de las y los desaparecidos. Así las cosas, en forma creciente el problema pareciera radicarse más bien fuera que dentro del palacio de Tribunales. En tiempos recientes, los tribunales nuevamente han ordenado poner fin a homenajes abiertos a golpistas y criminales de lesa humanidad en las dependencias de las Fuerzas Armadas. También han requerido a algunos medios de prensa retractarse de las delirantes mentiras oficiales que antaño fueron portada. La Corte ha accedido asimismo a disolver condenas espurias impuestas, a punta de tortura, por consejos de guerra.

Mientras tanto, empero, en algunos espacios políticos las meticulosas verdades judiciales que avalan estos gestos parecen caer en pedregales. A fines de 2022, un diputado tuvo que ser obligado por la Corte Suprema a retirar un video injurioso que, en palabras de la Corte, negaba «hechos absolutamente asentados judicialmente», al punto de constituir «lo que se ha venido a llamar discurso de odio». Durante el mes pasado y desde el hemiciclo parlamentario, otra diputada presumió incluso de cuestionar la veracidad de la práctica sistemática de violencia sexual por agentes de la dictadura. Sin embargo, sería demasiado cómodo radicar el problema dentro de la clase política: varias encuestas recientes demuestran la prevalencia, y aumento, de actitudes igualmente preocupantes entre la población en general respecto a la dictadura, el exdictador, y lo justificado o no del Golpe de Estado.

Con el ambiente que hasta ahora rodea este año de aniversarios, es difícil resistir la tentación de lamentar todo lo que no se logró, no se logró a tiempo o jamás se logrará en materias de verdad, justicia, reparación y memoria. Vuelve la frase: «¿Cómo es posible que aún, a cincuenta años …?». En nuestros quince años de existencia, en el Observatorio de Justicia Transicional UDP, si bien el lamento no nos es ajeno, queremos seguir creyendo que la justicia tan largamente anhelada aún tiene valor, y que la verdad, tarde o temprano, nos hará libres. Se lo debemos no solamente a quienes ya no están, sino a nosotras y nosotros mismos, y al país que viene.

Por Cath Collins, directora del Observatorio de Justicia Transicional UDP, en Ciper.