Por Macarena Vargas, Vicedecana de Pregrado de la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales.
09 / 12 / 2024
A propósito de los casos de violencia sexual que se han tomado el debate en las últimas semanas, me pregunto qué estamos haciendo mal que el mensaje de “no más violencia contra las mujeres”, no está llegando a destino. Pese a importantes reformas legales y a un discurso consolidado públicamente acerca de la necesidad de erradicar estas prácticas, las denuncias de abusos sexuales y de violación, continúan.
Ensayo algunas respuestas alternativas: la sensación de impunidad asociada al poder, un hastío ante el discurso del feminismo militante, quizás, un problema de comunicación. Me detengo en este último punto porque la noción de consentimiento —tan debatida en estos días— es un ejemplo claro de la falta de comprensión común sobre ciertos conceptos en el ámbito sexual, que dificulta cualquier política pública. Y es que la delimitación de su contenido y alcance está impregnada de estereotipos y sesgos de género que, aunque operan de manera silenciosa y casi imperceptible, juegan un rol determinante en cómo lo entendemos. En los casos de violación, preguntas sobre la vida sexual de la víctima, la ropa que usaba ese día, o si había ingerido alcohol en las horas previas, no solo aparecen en el debate público, sino que se trasladan a los tribunales de justicia. Más preocupante aún es que, en algunos casos, la falta de resistencia física o la ausencia de una negativa contundente de la víctima se consideren factores para rebajar las penas a los imputados.
La falta de un consenso social sobre el significado de la noción de consentimiento y sus bordes dificulta la transmisión de un mensaje claro. La legislación penal ayuda poco en este sentido, ya que no emplea el término “consentimiento” de manera explícita al tipificar el delito de violación. No obstante, la ausencia de voluntad se ha interpretado como un requisito implícito del delito, conforme a las situaciones previstas por el legislador en el artículo 361 del Código Penal: “uso de fuerza o intimidación, privación de sentido, incapacidad para oponerse o abuso de la enajenación o trastorno mental de la víctima”.
Debemos avanzar en desmantelar los prejuicios y sesgos inconscientes que se cuelan en la discusión pública y en consensuar ciertos mínimos comunes. Me atrevo a proponer dos ideas para avanzar en esta dirección.
Primero, el consentimiento debe ser claro y voluntario, no es presumible. Que una víctima camine de la mano con el agresor, que haya tomado unos tragos con él, que suba a su habitación, no implica que haya consentido tener una relación sexual. Más aún, debemos partir de la base que una persona en evidente estado ebriedad no tiene capacidad para oponerse —como exige el Código Penal— y, por lo tanto, no está en condiciones de otorgar un consentimiento afirmativo.
Segundo, el consentimiento es revocable en todo momento. La decisión de mantener relaciones sexuales puede cambiar minuto a minuto, es decir, ninguna de las partes de una relación sexual consciente una única vez y para siempre, la intención se actualiza en cada momento y puede modificarse y retirarse. Aunque esto pueda parecer una exigencia excesiva, al menos deberíamos consensuar algo más básico: la negativa de una mujer debe ser respetada, independiente del momento y de la forma en que se exprese. Lo dijeron otras antes y no puede ser más claro: “no es no”.
Cada vez es más urgente una reflexión profunda sobre el consentimiento y sus límites. Trabajar en educación y pedagogía social, especialmente en el ámbito escolar y universitario, es una prioridad para avanzar en un cambio cultural. Este esfuerzo debe orientarse a construir una comprensión compartida acerca del consentimiento, expresada en un lenguaje claro y sin ambigüedades.
Los cambios culturales son procesos largos. Implican transformaciones en las creencias de las personas, en sus patrones de conducta y en las normas sociales que los regulan. Los cambios legales, aunque siempre más lentos, terminan por reflejar esta evolución cultural. Hasta hace no muchos años, la violencia sexual dentro de la pareja no era tema de debate público. Hoy la violación y el acoso sexual entre cónyuges y convivientes están tipificados como delitos (Ley 19.617 de 1999). De igual forma, los comentarios o gestos obscenos en espacios públicos, que alguna vez estuvieron normalizados, actualmente se consideran acoso callejero y son objeto de sanciones penales (Ley 21.153 de 2019).
Alcanzar consensos sociales mínimos sobre lo que es el consentimiento podría allanar el camino hacia futuras reformas que no solo definan de manera clara y explícita lo que constituye un consentimiento válido —dicho sea de paso, con un proyecto de ley en curso (Boletín 11714-07)—, sino también que contribuyan a desterrar los prejuicios y los sesgos de género presentes en las conversaciones cotidianas y en las prácticas de nuestro sistema de justicia.