Columna de Mauricio Duce: Prisión preventiva en Chile: ¿uso o abuso?

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Mauricio Duce - CIPER

25 / 01 / 2024

La reciente crisis de seguridad generada en Ecuador ha llevado a mirar al sistema penitenciario chileno con ojos más atentos, lo cual ha visibilizado la significativa presencia en nuestras cárceles de personas en prisión preventiva; es decir, de quienes se encuentran allí no con una condena que justifique tal situación, sino a la espera de que su proceso concluya. La magnitud de las cifras sobre personas en esta situación ha llevado al Ministro de Justicia y Derechos Humanos, Luis Cordero, a afirmar que en Chile existiría «un abuso de la prisión preventiva». Esto se suma a la enorme cobertura que han tenido en medios los juicios sobre dos acusadas por rendición dolosa de fondos públicos, quienes comparten en sus redes sociales fotos que hacen parecer su detención domiciliaria como un descanso de diversión. Al respecto, el fiscal nacional ha comentado públicamente que al menos a una de las acusadas, la ex alcaldesa de Maipú, Cathy Barriga, debió dictársele la prisión preventiva.

Estimo interesante aprovechar esta preocupación renovada por la prisión preventiva para plantear un análisis más general acerca de lo que ha ocurrido con el uso de esta medida cautelar en el desarrollo del sistema procesal penal acusatorio en nuestro país. Parto por lo básico. La prisión preventiva (llamada «internación provisoria» si se trata de jóvenes de entre 14 y 17 años), es una privación de libertad temporal que se usa en los procesos penales y tiene por propósito asegurar ciertos fines valiosos para el sistema. Por su naturaleza, no puede ser utilizada como una pena anticipada, pues, en un Estado de Derecho, las penas sólo pueden imponerse como consecuencia de una sentencia al finalizar los procesos.

La noción que predominó bajo la vigencia del sistema procesal inquisitivo hasta inicios de este siglo en Chile era que la prisión preventiva correspondía a una consecuencia necesaria y automática de la existencia de un proceso en contra de las personas imputadas para la generalidad de los casos. En sencillo, si usted tenía una investigación en su contra en el sistema inquisitivo por cualquier delito de mínima significancia, su situación normal era que quedara preso a la espera de una sentencia. En esta lógica, la prisión preventiva se transformó en la regla general para la gran mayoría de casos, salvo los con penas muy menores, o en los que el procesado pudiera demostrarle al juez del crimen que su libertad no generaba ningún riesgo para los fines del proceso.

Este modelo, como podrá advertirse, tenía un fuerte impacto en el uso de esta medida. Por ejemplo, si se toman los datos disponibles del año 1987, del total de personas presas en el país, el 57% correspondía a presos sin condena (12.998 personas, alrededor de 103 por cada cien mil habitantes). El año 1997 se había producido una mejora, pero todavía se trataba de un 51%; es decir, la mayoría (además había aumentado su número absoluto a 14.108 personas, pero bajando la tasa aproximadamente a 95 por cada cien mil habitantes) [RIEGO y DUCE 2011].

Se trataba de cifras muy preocupantes. Lo lógico en un Estado de Derecho que se toma en serio las garantías fundamentales, es que la gente que esté presa lo sea debido a que, muy mayoritariamente, tenga la calidad de condenada. A pesar de que esta noción no se cumple tan estrictamente en muchos países, hay varios ejemplos comparados que dan cuenta de estándares razonables en este punto. Así, en el sistema europeo varios tienen tasas que se mueven en un rango de alrededor de 20% del total de la población penal; por ejemplo, en Alemania, Austria, España, Inglaterra o Portugal. En los Estados Unidos gira en torno al 25% [datos actualizados en WPB].

En su versión original, el Código Procesal Penal del año 2000 (en adelante, el CPP) pretendió cambiar esta situación e instalar una concepción en el uso de la prisión preventiva basado en lo que se podría identificar como «un paradigma cautelar»; es decir, comprender que se trataba de una medida excepcional que sólo podía ser utilizada en casos justificados en los que existiera una necesidad concreta acreditada (vgr. peligro de obstaculización de la investigación, para la víctima o la seguridad de la sociedad). Por lo mismo, ahora le correspondería al Ministerio Público acreditar que se daban los supuestos exigidos por la ley para que un juez pudiera dar lugar al encierro preventivo.

El cambio de lógica introducido por el CPP obedeció, entre varias razones, a la necesidad de compatibilizar nuestra legislación con los compromisos internacionales adquiridos por nuestro país al suscribir la Convención Americana de Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, instrumentos que regulan la prisión preventiva en la lógica descrita. Esta lógica imponía la necesidad de racionalizar el uso de esta medida cautelar. En esta óptica, el legislador del CPP original definió de manera mucho más estricta los casos en que se considera legítimo utilizar a la prisión preventiva y estableció un diseño procesal con diversos límites tendientes a transformar esta medida cautelar en verdaderamente excepcional; por ejemplo, introduciendo diversas alternativas a su uso. El paradigma cautelar imponía, además, que las razones que justificaran el uso de la prisión preventiva debían ser concretas y acreditadas de manera específica en el caso para fundar su procedencia, y que la decisión judicial que la ordenare debiera ser adecuadamente justificada.

La introducción de estos cambios tuvo un impacto significativo en la práctica del sistema, que se tradujo en la generación de indicadores estadísticos muy positivos. Si consideramos el año 2007, en el que el sistema ya estaba en régimen funcionando en todo el país, los presos sin condena bajaron a 24,6% del total de personas encarceladas (el número absoluto era de 10.750 y la tasa por cada cien mil habitantes en torno a los 65). A esto deben sumarse reducciones sustanciales en la duración de los procedimientos penales en nuestro país, los que tuvieron, entre otros impactos, disminuciones significativas de la duración de la prisión preventiva en aquellos casos en que se usó tal medida [Op. cit., pp. 129-146]. Como se puede apreciar, en pocos años el sistema acusatorio fue capaz de producir un efecto de racionalización buscado a la luz de los tres indicadores más básicos para medir esto: el porcentaje dentro del total de las personas privadas de libertad, el número absoluto de privados de libertad, y en su tasa por cien mil habitantes. Además, en los casos en que se decretó la prisión preventiva se produjo una racionalización en su duración.

Estos resultados positivos comenzaron poco a poco a ser revertidos con el transcurso del tiempo. Hoy tenemos un uso de esta medida que cada vez se acerca más al tipo de uso del sistema inquisitivo; es decir, entendiendo que la prisión preventiva es una consecuencia necesaria del proceso, al menos para cierto tipo de casos. De acuerdo con las últimas cifras disponibles de Gendarmería de Chile, al 31 de diciembre de 2023 el porcentaje de personas presas sin condena había subido aproximadamente a un 37,5% del total de personas en recintos penitenciarios (19.665 representando cerca de 99 por cada cien mil habitantes).

Como se puede observar, es un retroceso significativo, llegando a tasas cada cien mil habitantes similares a las del sistema inquisitivo, aunque afortunadamente no todavía en sus niveles porcentuales. También ha habido enormes retrocesos a nivel de duración de los procesos, especialmente los de los casos que van a juicio oral, con directa incidencia en la extensión de esta medida cautelar en muchos de ellos. Finalmente, las cifras de la Defensoría Penal Pública dan cuenta de un fenómeno preocupante, que es el alto número de personas sometidas a prisión preventiva que luego no son condenadas. Entre los años 2018 y 2022 se trató de 10.563 personas, 4.894 que estuvieron más de quince días presos; y 2.106, más de seis meses.

***

¿Cómo se explica lo ocurrido? Me parece que se pueden identificar varios fenómenos que dan razones sobre esto. No pretendo hacer una revisión exhaustiva ni que aborde todos los aspectos, sino que me detengo brevemente en los que considero son los cuatro principales.

(1)
El legislador ha introducido diversas reformas legales que han facilitado un uso menos restrictivo de la prisión preventiva. El diagnóstico que se hacía era que los jueces eran demasiado garantistas al momento de decidir esta medida cautelar. Esto choca con la evidencia disponible —que se ha mantenido estable en veinte años— que muestra que alrededor del 90% de las prisiones preventivas solicitadas por el Ministerio Público son finalmente decretadas.

Las reformas legales incluyen algunas reformas directas a las reglas de la prisión preventiva; por ejemplo, las conocidas agendas cortas antidelincuencia de los años 2008 (Ley ° 20.253) y 2016 (Ley n° 20.931), las cuales intentaron reducir los espacios de discrecionalidad judicial en su decisión y forzar un uso más automático de la misma para ciertos casos. Entre los años 2005 y 2023 el párrafo que regula a la prisión preventiva en el CPP (artículos 139 a 153) ha sido modificado en ocho ocasiones. Se trata de tantos cambios que ya resulta difícil reconocer las reglas vigentes como similares a las del año 2000.

Por otra parte, también es posible identificar un conjunto de reformas legales que llamo indirectas; es decir, que sin tocar las normas del CPP, han favorecido su mayor uso por vía de cambios de normas que produjeron un aumento de las penas en ciertas categorías de delitos en donde frecuentemente se discute la prisión preventiva, como por ejemplo en los delitos contra la propiedad o de la ley de control de armas. Las reformas directas e indirectas pueden ser claramente categorizadas como una contrarreforma en materia de regulación de la prisión preventiva en el CPP. Las razones de esta son variadas y complejas, pero me parece que la central es que nuestra clase política ha estado fuertemente presionada por demandas de seguridad ciudadana y que, frente a la incapacidad de abordar el tema de una manera más sofisticada, encontró en la regulación de esta medida cautelar y en el aumento de las penas un espacio en el que pudo mostrar que se hacían cosas para mejorar la situación (todo esto sin diagnósticos basados en evidencia y menos con evaluaciones posteriores de impacto).

(2)
De la mano de lo anterior, estimo que otro fenómeno que explica los retrocesos en el uso de la prisión preventiva se explica en que ella se ha ido transformado poco a poco en la principal respuesta punitiva del sistema desde el punto de vista de su comprensión por parte de la ciudadanía y, por lo mismo, existe una enorme expectativa de que sea utilizada cada vez que se presenta un caso que se perciba como grave o que afecte a una sensibilidad o interés que afecta a distintos grupos.

La función de la pena ha sido reemplazada culturalmente por la prisión preventiva. Se produce así una paradoja: los que en un momento abogan por evitar el uso abusivo de esta medida cuando se usa en contra de ellos, luego la exigen para los casos de los delitos que afectan a sus causas o intereses de la más diversa índole (los ejemplos son múltiples y tienen todo tipo de colores). Si el sistema no responde usando esta medida en esas hipótesis, se formularán fuertes críticas públicas, señalando que la decisión sobre esta materia genera impunidad, es consecuencia de corrupción o de un defecto moral de los jueces (normalmente asociado a la noción del garantismo excesivo). La presión con contra de los jueces cuando conocen este tipo de casos, como se podrá intuir, es enorme.

Se trata de un fenómeno complejo y que no es para nada nuevo ni menos exclusivo de nuestro país. Requiere mucho más análisis e investigación que lo que puedo hacer en esta columna. Con todo, señalo que obedece a varios factores; entre ellos, el rol que los medios de comunicación cumplen en la manera que se informa sobre los casos, el discurso irresponsable de autoridades y líderes de opinión de distinto signo presionando por su uso como única respuesta frente a problemas graves, la incertidumbre que se genera en muchos casos por la falta de respuesta penal oportuna, la poca sensibilidad de actores del sistema para atender adecuadamente a víctimas y testigos, la mala experiencia vivida por usuarios del sistema, etc.

(3)
Un tercer aspecto problemático tiene que ver con debilidades significativas en el control que hacemos como país a las alternativas al uso de la prisión preventiva. Como señalé, una estrategia del CPP con el propósito de racionalizar el uso de la prisión preventiva fue la de generar diversas alternativas a la misma que pudieran satisfacer los fines perseguidos por ella. Esas alternativas incluyen reclusiones domiciliarias totales o parciales, prohibiciones de salir de un territorio o del país, prohibiciones de acercamiento a las víctimas, entre varias otras. Lamentablemente, ese sistema de alternativas no ha venido de la mano de construcción de una institucionalidad robusta que se haga cargo de hacer un control serio de las mismas. En ese escenario, en casos complejos se tiende a preferir la prisión preventiva frente a la incertidumbre que genera el real control de sus alternativas. Incluso en algunos esfuerzos recientes que se ha realizado en la materia se han presentado problemas. La Ley n° 21.378 de octubre 2021 estableció un sistema de monitoreo telemático de los imputados en casos de violencia intrafamiliar, cuya puesta en marcha ha mostrado diversas dificultades, siendo utilizado en un número reducido de casos hasta hace pocos meses, como consecuencia de problemas de factibilidad técnica en su uso, de falta de solicitud de estos, entre otros según reporta la prensa.

(4)
Finalmente, me parece posible identificar que detrás de los retrocesos en el uso de la prisión preventiva en nuestro país también hay algunos problemas de pérdida de calidad de trabajo del sistema de justicia criminal, que podrían estar teniendo una incidencia fuerte. Estos problemas se producen en varios niveles que tampoco puedo detallar aquí, pero que, por ejemplo, están en la calidad de la información o evidencia que se usa en las audiencias en donde se discute la prisión preventiva, en el litigio de los actores del sistema en ciertas categorías de delitos en los que se aprecia un debate muy mecanizado y formal, en los tiempos de audiencia que se asignan a estas decisiones, en la fundamentación de la medida cuando ella es concedida en los tribunales de garantía o en las cortes de apelaciones, entre otras.

Hay que sumar a los temas anteriores otros fenómenos, tales como el aumento paulatino de los tiempos de tramitación de los casos en el sistema de justicia penal, cuestión que incide en que en aquellos en los que se ha decretado la prisión preventiva, esta pueda extenderse más. Por ejemplo, en menos de diez años se habría duplicado el tiempo promedio de duración de los casos que llegan a juicio oral.

Como se podrá apreciar, estamos frente a un problema bien complejo que viene presentándose con intensidad hace muchos años. El renovado interés que ha generado el debate sobre el uso y abuso de la prisión preventiva en el país abre una oportunidad para introducir mejoras sistémicas significativas con capacidad de proyectarse en el tiempo. Ellas pasan, en primer lugar, por evitar seguir legislando episódicamente y sin evidencia en la materia. Luego, teniendo una visión panorámica del funcionamiento e impacto de la prisión preventiva con una mirada un poco más sistémica. Cualquier mejora en la materia no se logrará sólo cambiando algunas reglas legales, sino pensando también en mejoras a nivel institucional y, especialmente, abordando de alguna forma las expectativas sociales en la materia.

Por Mauricio Duce, académico y director del Programa de Reformas Procesales y Litigación UDP, en CIPER.